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jueves, 29 de marzo de 2018

EL SECUESTRO DE LA DEMOCRACIA


LA MELANCOLÍA DE MIS CONVICCIONES




Por: Juan Felipe Díez.
 
Isaiah Berlín, ese gran defensor del liberalismo filosófico, seguramente recibió de Inglaterra (pues vivió casi toda su vida allí), uno de los mayores aportes históricos (conseguido no de manera gratuita) que ese pueblo ha legado a la humanidad: la idea de la tolerancia al otro. Berlín, sostuvo con maravillosa lucidéz que cuando las ideas abstractas, se confrontan con la realidad, rápidamente hay que desechar las ideas, en beneficio de la realidad, es decir, las primeras deben someterse a esta última, pues de lo contrario las calles comienzan a llenarse de guillotinas y paredones de fusilamiento y comienza el reinado de los censores y los policías.
El poder de las ideas no se puede menospreciar, estas han participado como factores decisivos dentro de las causas que han provocado cambios a lo largo de la historia de la humanidad. La anterior hipótesis no sería válida, si por ejemplo la idea de un humilde pastor bautista[1], de que algún día no muy lejano, podía ser posible la existencia de un mundo donde "los hijos de quienes fueron esclavos y los hijos de quienes fueron propietarios de esclavos serían capaces de sentarse juntos en la mesa de la fraternidad", no hubiera provocado la valiosa lucha por los derechos civiles de los afro americanos desde los años 60's, y que a hoy ha permitido un innegable avance en la derrota de la segregación racial, hasta el punto que los Estados Unidos, tuvo en Barack Obama, su primer presidente negro de la historia. 


A pesar de lo dicho antes, las ideas también han sido peligrosas compañeras del hombre; por ellas este ha sido capaz, con bastante frecuencia, de cometer los peores actos contra la dignidad humana. Bajo la idea de que los negros no tenían alma, y no eran sujetos "cristianizables", materializada en 1452 con la bula papal Divino Amore comuniti, pronunciada por el Papa Nicolás V, occidente legitimó moralmente el comercio de esclavos, con la consecuente tragedia que esto implicó para millones de seres humanos, que fueron arrebatados de su tierra y separados de sus familias: mujeres, niños, ancianos y hombres, sometidos a trabajos forzados en minas y plantaciones agrícolas por toda la américa, a una vida de miserable servidumbre, cuyo gran sufrimiento ha quedado, desde mi humilde perspectiva, bien reproducido en una película dirigida por Steven Spielberg llamada “La amistad”.

 

Las ideas son amenazantes, se apoderan de los individuos hasta disolver su autonomía y libertad en ellas mismas. Las ideas, sin duda, pueden llegar a gobernar a una persona y volverla intransigente y llena de un odio visceral a todo lo que no armonice con cierto modo de pensar, inclusive hasta hacerle perder elementos de la naturaleza humana como lo son la compasión por el otro, aún frente a los más débiles. No en vano en Alemania, durante la segunda guerra mundial, los nazis, al implementar el programa T4, cegaron la vida de más de 70.000 personas inocentes, solo porque tenían discapacidades físicas o mentales como el síndrome de Down por ejemplo (muchos de ellos eran niños). El mencionado programa se llevó a cabo bajo la idea de que existía una raza superior, simbolizada en la raza aria que de manera abstracta construyó el tirano de ultra derecha Adolf Hitler, y que para evitar la “contaminación” de esta, era necesario eliminar todo elemento racial “impuro”. Quienes practicaban el programa de eugenesia del Führer, embriagados por la idea mencionada, no se sentían cometiendo un hecho reprochable, sino que inclusive, desde su óptica, era un acto de compasión con la existencia miserable de aquellas pobres víctimas.



Esta alienación insalvable e irrefrenable que pueden llegar a causar las ideas sobre la mente de una persona, se verificó también, de manera reciente en el Genocidio Ruandés, ocurrido a partir de 1994, en el que una tribu hegemónica en el poder, los Hutu, asesinó al 75% de los miembros de otra tribu, los Tutsi, unos 800.000 mil seres humanos, según las estimaciones más conservadoras, cuya muerte fue provocada, no a través de métodos industriales, como los utilizados por los nazis en la segunda guerra mundial (v.gr cámaras de gas), sino en muchas ocasiones con armas blancas como machetes y cuchillos (Muchos de ellos eran, antes del genocidio sus propios vecinos, profesores, maestros, médicos y hasta amigos, pero eso no importó).


El marxismo, esa ideología que plantea la lucha de clases, como un irrefrenable e indiscutible resultado de fuerzas históricas, ha sido como una aplastante corriente que en su materialización ha heredado para la conciencia de la humanidad, tristes ejemplos de abandono del individuo y su autonomía, cuando las ideas se apoderan de aquel. Josef Stalin, no tuvo el menor resquicio moral en matar de hambre, a principios de los años 30’s a cerca de 4.000.000 millones de campesinos ucranianos, privándolos de alimentos, en lo que se conocería como el “Holomodor”, todo en nombre de la revolución de la clase obrera. Pero hay que ser extremadamente ingenuo para creer que él mismo ejecuto dicho exterminio. Fueron hombres comunes, los miles de comisarios del partido comunista, quienes, abrazando las ideas del comunismo, perdieron toda luz de humanidad, al quitarle la comida por la fuerza a sus semejantes, sin importar si estos eran ancianos o niños que, en efecto, fueron quienes más sumaron al escalofriante número de víctimas mortales.


Podrían ser muchos los ejemplos para seguir invocando (lamentablemente interminables) con el fin de demostrar la peligrosa posibilidad que tienen las ideas para deshumanizar, para destruir al ser humano individualmente considerado, para enajenarlo de valores, y llevarlo por caminos conturbadores, hacerlo capaz de perpetrar indescriptibles actos de crueldad. La cuestión atrás esbozada, sirve para revelar una especie de abatimiento intelectual, un agudo sentido del desencanto por las ideas, una desconfianza permanente hacia ellas. Pero eso solo es posible, como decía Alejandro Gaviria, quien a mi juicio es un colofón del pensamiento liberal colombiano, si tenemos presente el “imperativo de la modestia”, que nos invita a no estar tan seguros de nosotros mismos y de lo que pensamos, es decir, a revaluar constantemente nuestro pensamiento sobre las realidades que percibimos, por ejemplo con respecto a sucesos políticos y sociales. Sin embargo, ese planteamiento, quizá por un excesivo apego a la realidad, sea para mí una batalla perdida; probablemente, pasarán los siglos y seguirán existiendo personas que se dejen enajenar por las ideas más nocivas de la religión, odiando a los que no practican la suya, o que planteen asesinar o anular al adversario político, por no pensar igual, o que planteen que existen ciertos seres humanos y formas de comportamiento “naturales”, por oposición a los “anti-naturales”, los “justos” en inquisición contra los “pecadores”. Platón, el clásico filósofo griego anticipaba ya hace más de 2.400 años, en la alegoría de la Caverna, un camino rodeado por la derrota, frente a la aptitud negativa de la mayoría de los hombres a cuestionar las ideas preconcebidas, explicando cómo, quien conoce la luz, es asesinado por aquellos que se encontraban en la cueva, quienes estaban anclados e integrados en una masa sometida a ideas basadas en la ignorancia de la obscuridad, y se negaban a transigir su visión de la “realidad”, optando por eliminar al filósofo que les desvelaba una nueva verdad. No obstante, para quienes defendemos el liberalismo filosófico & democrático, que hasta ahora ha demostrado ser, una herramienta menos negativa que otras, para que en una sociedad libre surjan ideas contra hegemónicas que cuestionen los dogmas establecidos,  es una obligación seguir asumiendo esa causa en medio de la superstición y la ignorancia de la gran masa, y no claudicar porque esta diga tener la razón, pues, ciertamente la siguiente pregunta nos da cuenta de algo: ¿Acaso no fue la gran masa quien escogió a Barrabás para ser salvado de la cruz en vez de a Jesús?. La respuesta al interrogante es obvia, y constituye en sí misma uno de los más nostálgicos caracteres de la democracia: Las ideas sostenidas por las mayorías pueden estar profundamente equivocadas. 
Isaiah Berlín, el filósofo con quien inicié este pequeño ensayo, tal vez haya resumido la tesis central del mismo, en una entrevista que concedió pocas semanas antes de su muerte el 5 de noviembre de 1997, en la cual indicó que no podía dejar de defender, como lo había hecho durante toda su vida, sin cierta angustia, la irrestricta libertad económica que “llenó de niños las minas de carbón”, refiriéndose a los miles de niños que trabajaron en las minas de Inglaterra, en condiciones inhumanas hasta la posguerra. Finalizada la segunda guerra mundial, cuando el partido laborista llegó al poder, a través de regulaciones prohibió el trabajo infantil en aquellas, trazándo ciertamente un límite a la libertad económica.

Entonces, las convicciones se defienden sí, pero nunca sin cierta melancolía, esa melancolía que consiste en comprender que, por más nobles que parezcan nuestras ideas, estas pueden ser siempre un vehículo que porta la supresión de nuestra propia autonomía, cegándonos, enfermándonos de un fanatísmo, que es como la sífilis, sostenía Voltaire, que una vez en la mente, es imposible de curar, y es capaz de llevarnos por el camino del totalitarismo colectivista, de la negación del otro, de la demonización de los demás que no piensan como nosotros, y de ahí a cruzar la delgada línea roja, la que una vez traspasada nos aleja de la bondad y nos permite la eliminación y exterminio intelectual y físico del diferente.

Así pues nunca se debe asumir una ídea como propia, sin la melancolía de saber que aquella puede ser una ilusión detrás de la cual se esconde el infierno...



 



[1] Martin Luther King.